Y tampoco tiene que ser fácil ver casarse a una nieta sin estar tu hijo presente.
Mi abuela, a sus ochenta y pico se metió para el cuerpo los 702 km que nos separan con su traje nuevo en el maletero y toda la emoción a su lado. Prometió y se prometió a sí misma que no lloraría, no al menos delante mía. Se compró un traje de abuela de la novia azul y blanco, porque el negro ese día se quedaba en casa. Y aunque no recuerdo el momento, me cuentan que no entraba en su chaqueta cuando vió a su hijo el segundo, caminar del brazo de su nieta, la hija del primero. Y lloró, dicen que lloró en la ceremonia pero cuando yo la vi, sólo había felicidad en ella, con nostalgia, pero felicidad al fin y al cabo.
Al terminar la ceremonia, alguien se acercó a mi abuela y le dijo:
-“Ya ha casado usted a la primera nieta”
A lo que ella contestó:
-No, ya he casado a la nieta que tenía que casar.
Ella todavía no sabía que unas horas más tarde presidiría aquel banquete junto a su nuera y su nieta, porque nadie mejor para ocupar la silla de mi padre en la mesa que su madre.
Ella, feliz de su lugar y con esa naturalidad que sólo te dan los años, se pidió una “fantita naranja”. Ella, en la mesa presidencial pero con sus hijos a su izquierda y sus nietos enfrente. Creo que ella era feliz.
Y pasaron las horas, y llegó el baile. Y ella, la abuela de la novia había decidido meses antes que bailar, lo que se dice bailar, no bailaría. Estaba de boda pero faltaba su hijo. Sus “niña yo no voy a bailar” desaparecieron cuando su nuera de Asturias, esa que tanto ella quiere, fue a sacarla a bailar. No podía decirle que no. A mi abuela le gusta bailar y su nuera y los pasodobles hicieron el resto. Ella era feliz.
Unos cuantos pasodobles después, ella era mucho más que feliz. Ella era la abuela más feliz del mundo. Bailaba con alguien muy especial, y no, no era conmigo.
De repente, en la pista de baile mi hermano con su look para darlo todo en la barra libre apuraba una cerveza y sacaba a la abuela a bailar. Él, que escucha música heavy y rock, él, que estaba disfrutando la boda desde que había puesto un pie en ella, él, que nunca baila en pareja nos sorprendió a todos. Y allí, rodeado de toda la familia se marcó un pasodoble.
Un pasodoble perfecto sin saber bailarlo y con las llaves de casa colgando, por si las perdemos en la barra libre. Un pasodoble con pasos, vueltas y hasta pisotones. Y allí nos juntamos toda la familia, mirando, dándonos codazos, disfrutando del momento, muriéndonos de la risa. Viviendo.
Merece la pena casarse. Mucho. Por amor y por momentos como éste, que sabes que no se darán más en la vida, porque mi hermano es más de barra, porque mi abuela no iba a bailar y ahí estaban los dos sacando pecho y llenando el espacio con sus carcajadas.Y ahí estábamos mi madre y yo, muertas de risa, felices. Y si me apuras, ahí estaba mi padre, en el ambiente, en nosotros.
Y en ese momento, en aquellos minutos de aquella noche del 8 de Septiembre del 2012, mi abuela fue la abuela más feliz del planeta. De eso estoy segura.
Casarse es muchas cosas y regalar felicidad es una de ellas.