Creo que partía con una ventaja que quizás otras chicas no tienen: sabía lo que me gustaba y lo que, aunque me gustara, me quedaba mal. No fui una novia de veinte mil pruebas. Fui una novia de veinte mil horas mirando por Internet. Y en esas horas tuve un flechazo. Un flechazo enorme con un Peiró pero… ¿Quién no tiene flechazos con mi querido y adorado Jesús?
El flechazo fue más que virtual.. Y una mañana me sorprendí a mi misma subida a una tarima esperando a que me trajeran el vestido para probármelo. ¿Lo peor? Lo peor era que me quedaba perfecto. Estaba allí, mirándome al espejo y sabiendo que si, que me quedaba bien. Mis amigas, y es que yo fui una novia que a la primera prueba de vestidos se llevó a amigas, también lo veían y lo decían e incluso improvisamos un peinado. ¿Iba a ser tan fácil? ¿Había encontrado ya mi vestido? ¿Lo más peor? Su precio. Lógicamente es un Peiró de temporada y costaba lo que cuesta un Peiró. Asequible, es cierto… pero todo es cuestión de prioridades y yo ya tenía muy claro que las mayores partidas de dinero de mi boda se irían para cosas que disfrutáramos nosotros con nuestros invitados. Y el Peiró yo lo disfrutaría mucho pero mis invitados no sé yo…
Días después, tenía las fotos que habíamos sacado en la prueba en papel, las había visto mi madre, mi marido, mis compañeras de trabajo y hasta mis amigos del pueblo. Sí, ya os habréis dado cuenta de que guardar el mejor secreto de la boda no es lo mio pero es que, al fin y al cabo, aún no era mi vestido. Yo lo veía, me veía guapa pero pensaba en el precio y pensaba en las cosas en las que podría destinar ese dinero.
¿Me quedé con el Peiró? No. Aquel no fue mi vestido. Y no recuerdo ni el modelo. ¿Qué pasó con él? Me decidí a ir a probar más vestidos, más marcas, más modelos… Y si ninguno me lo quitaba de la cabeza volvería a por él… pero ocurrió. Ocurrió que aquel vestido que mi madre había visto por Internet y me había llamado para decirme “estoy viendo en Pronovias un vestido muy tú” y a lo que yo le había respondido “no sé, no sé yo…” se convirtió en mi vestido e hizo que del Peiró no recordara nada…. pero no os voy a dejar con la intriga. Mi Peiró por unos segundos era de la colección 2011 y era este.
¿Cómo nos encontramos mi vestido y yo?
Era Octubre del 2011, sábado por la tarde, llovía y jugaba el Sporting. Yo había pedido cita para ver la colección completa de Pronovias y mi entonces novio nos acercó a la tienda a mi madre y a mi. Allí, pudimos ver todos los modelos en el ordenador y seleccionar entre las dos los modelos a probar. Recuerdo como mi madre seleccionaba uno del gran Manuel Mota y yo le decía “no mamá, ese no, por ahí no…” Pobrecita, ella no controlaba los precios… 6 vestidos fueron los seleccionados… Un de corte griego, uno de minivolantes, uno con una señora cola, uno con corte a la cadera, uno con corte a la cintura y otro que ni recuerdo… Vamos al lío!!!
¿Qué paso en el probador en cuestión de una hora?
1- Me calzaron unos taconazos Pura López que afirmaban que era comodísimos. Y no lo dudo, pero mis pies de Converse decidieron a los 10 minutos que aquellos zapatos no les iban.
2-Me sentí enorme en aquella tarima subida.
3- Nos escojonamos, literalmente, al ver como me quedaba el corte griego. Las tres. Mi madre, la dependienta y yo… Ni para carnavales le sacaba provecho yo al vestido.
4-Me probé un vestido con una cola impresionante y bolsos. ¡bolsos! Aquello era lo más… Y mi madre ya estaba temblando allí pensando en que aparecería en la ceremonia con los bolsos llenos de cosas…. Fue uno de los favoritos pero tengo que decir que aquella cola pedía a gritos un velo y una iglesia. Y yo ni lo uno ni lo otro.
5-Descubrí que los volantes por muy micro que sean pesan. Esos volantes pesaban mucho. Y si me pesaban ya con apenas unos minutos no me quiero yo imaginar como sería eso puesto un montón de horas. Así que a pesar de que mi marido opinaba (y creo que opina) que los vestidos con volantes eran muy molones, mejor los dejamos para otra ocasión.
6-Me quité de la cabeza el corte a la cadera. Me lo quitaron. Yo, que estaba convencida de que aquello me quedaba bien… Yo que adoraba aquella falda de tul… Yo que me miraba en el espejo y me decía a mi misma “sí, yo soy igualita que la mesa camilla de mi abuela pero oye, lo bonita que es la falda, qué?” Me lo repetí más de una vez. Y más de cinco. Pero me convencí… Las mesas camilla mejor en el pueblo y con brasero.
7-Miré las etiquetas con los precios de cada vestido cada vez que la dependienta (más maja que las pesetas) me probaba un vestido y nos dejaba a mi madre y a mi un ratín solas. Igual no es muy bonito hacerlo pero yo tenía claro que pasaba de encapricharme con uno carísimo… para eso me volvía con mi Peiró.
8-Me mentalicé de que en la colección del 2012 los tirantes no se llevaban y que todos, todos eran palabra de honor. No había más remedio… ya le pondríamos los tirantes después.
9-Sonreí muchas veces. Y me creí aún más que aquello de la boda iba en serio.
10-Encontré mi vestido de novia.
Era aquel. Aquel que mi madre había fichado por Internet.
Aquel que me había probado el primero y que ahora estaba pidiendo probarme de nuevo. Aquel que una amiga se había probado esa misma mañana y me había contado que se había probado un vestido que para ella no, pero que lo veía para mi. Aquel que la dependienta decía que se probaban muchas pero que pocas se lo llevaban. Aquel que era mi vestido. La dependienta también decía que era un corte de princesa, con un toque original en la falda (falda que repitieron la siguiente temporada y esta), que no necesita velo (olé por las dependientas que no intentan vender a toda costa) ni bolero, era el VESTIDO.
Bengala. Así se llamaba y se llama. Y sí hay vestidos con nombres más preciosos pero aquel era el mío. Y este no lo enseñé, ni imprimí la foto no… Éste si era el secreto mejor guardado de la boda.
…pero, ¿qué pasa cuándo tú vas a probarte vestidos convencida de que no lo vas a encontrar? Qué no llevas dinero. Ni dinero ni tarjetas. Y tu señora madre tampoco… Total, sólo íbamos a mirar. Así que allí estábamos aquella tarde de sábado reservando mi vestido de novia con 10 euros… ¡¡¡10 euros!!! Seguro que en la tienda se acordaban de mi como la de los 10 euros pero oye, es que esto es así… el vestido te encuentra a ti sin preguntarte si llevas cash.
Salimos de la tienda, nos cogimos del brazo bajo el paraguas y nos reímos. Tenemos el vestido. Y qué fácil ha sido. LLamo a mi señor novio para que nos venga a buscar y le digo “ya tengo el vestido reservado”, él continua la conversación con un “el Sporting ganó” y exclama un “cómo?’. Llegamos a casa, le decimos a mi abuela que hemos comprado y afirma que somos unas gastizas, que no se nos puede dejar salir de casa… ¿Gastizas? No, no… que hemos comprado un vestidazo pero sólo hemos gastado 10 euros.
Desde aquel momento, no me acordé más del Peiró, no tuve necesidad de ir a otros lugares, de tener más pruebas… Quizás no era el vestido más romántico del mundo, ni el más bonito, quizás no era lo que mucha gente se esperará pero era mi vestido. Incluso la fotógrafa, meses después, cuando acudió a la última prueba del vestido al verme me dijo que no me esperaba con uno así. Ni ella ni nadie… Un corte princesa no era lo mío pero tampoco lo eran los Palacios y me iba a casar en uno.
Después llegarían las pruebas, el “quitarme las varillas de aquí que si, estilizarán mucho pero me hacen las tetas como Madonna” (esto os lo cuento otro día, prometido porque da para mucho…), el “súbeme un poco el palabra de honor”, el “yo quiero un bolero”, el “pero para qué lo quieres”, el “tenéis razón” y llegó, sin darnos cuenta el 7 de Septiembre… Y allí estábamos todas mis primas, las chicas Castillo recogiendo mi vestido de novia. El vestido de novia que mi madre supo desde que lo vio que era el mío. Y es que nadie nos conoce mejor que una madre.
Y si alguna vez la pequeña de la familia afirma que ella de vestidos de novia pasa, puede ser que tengamos algo que ver. Ella, mi damita de honor, va debajo de esa funda blanca que veís en la foto.