Sólo me falta el velo, pero aún es pronto y el fotógrafo ha tenido un flechazo con el jardín de mis padres, así que me pide que salgamos fuera. ¡Menuda paciencia tiene el hombre! No sólo le están quitando la parroquia entre mis amigas, mis tías y mi prima mayor, sino que se le cuelan entre foto y foto para lanzarnos un flash detrás de otro, le quitan las perspectivas que él elige (vaya morro que le echan, jajaja) y no dejan que el pobre trabaje tranquilo. Parece que ya nadie más quiere hacer más fotos, cuando en ese momento llega el autobús con la familia del pueblo y en cuestión de segundos una marea humana llena el recibidor y el salón de casa, ¡y vuelta a empezar! La gente comienza a darnos besos, a cotillear, a pedir fotos con la novia, a atravesarse en mitad de otras fotos... Hasta que el fotógrafo y yo logramos fugarnos, jajaja.
A pesar de contarlo en este tono, que puede parecer que no valoro la presencia de toda mi gente allí en ese momento, la verdad pura y dura es que estaba encantada, muy agradecida, y que hubo instantes preciosos: cuando mi tía se echó a llorar nada más verme, cuando mis primos segundos se asomaron tímidamente entre la multitud para guiñarme un ojo, cuando oí decir a mi padre que hicieran el favor de sacarle una Coca-Cola a la peluquera, que se había refugiado en la cocina... Vista desde fuera, debía resultar una situación muy estresante, pero para mí era toda placer: quería quedarme con cada segundo de esos instantes y grabarlo a fuego en mi memoria. Nunca me había sentido tan bien en medio de tanto jaleo.
Salgo a la terraza... ¡Y aquí estoy, mundo! Aspiro el sol, que es primaveral y suave; dejo que su luz nos bañe a mí, a mí vestido, a mi alegría... Fuimos algo temerarios eligiendo el 3 de abril, lo reconozco, pero supongo que el destino quiso darnos una tregua después de un invierno tan frío para el cuerpo y tan duro para el alma. Bajé de la terraza al jardín (mi padre detrás vigilando para que no me enganchase el vestido con los rosales) y allí en medio me planté, sintiendo cómo se me hundía los zapatos en la dichondra fresca, saludando a la familia que no había llegado a entrar en la casa y derritiéndome al abrazo de la mañana.
Después de permitirnos al fotógrafo, al jardín y a mí unos instantes a solas, la gente empezó a unirse a nosotros mientras sacaba más fotos y se maravillaba de lo bonito que estaba todo. El jardín no es muy grande, tiene sólo unos 60 metros, pero a mis padres les encantan las plantas y lo tienen siempre que es una delicia.
Al ratito volvimos dentro y rescatamos a la peluquera de la cocina para que ayudase a mi madre a colocarme el velo. Era muy práctico porque traía ya una peina incorporada que me engancharon justo encima del semi. Después la peluquera me preguntó cómo quería las horquillas, una a cada lado o las dos juntas, y le dije que lo dejaba en sus manos, que como más le gustase a ella. Las colocó juntas, al lado izquierdo del semi. Éstas son.
Tenía algo de miedo porque en las pruebas el velo, al ser amantillado, me había parecido bastante pesado, pero por suerte lo llevé bien sujeto y lo manejé con relativa soltura. De todas formas, ese día recibes mucha ayuda de mucha gente y siempre tienes a alguien pendiente de extenderlo bien, de que no se arrugue... Vamos, que no estamos solas ante el peligro ni ante el ridículo, no temáis por eso. Aquí os dejo unas fotillos del momento "velo".
Y aquí estoy yo, ahora sí que sí, lista para casarme, con cara de nervios, mucha ilusión y risa floja. A mí no me gusta mucho, pero la gente me ha dicho que es una foto que refleja muy bien mi estado de ánimo en ese momento, así que la comparto con vosotras también.
Poco después, la gente comenzó a marcharse hacia la Casa Colorá, la finca donde se iba a celebrar la ceremonia. No estaba muy lejos, a unos 5 ó 6 km de casa, pero eran ya las 11:50 y todavía tenían que aparcar (los invitados no podían meter el coche en el recinto) y sentarse antes de que llegáramos nosotros. Nos quedamos en casa mi padre, mi hermano, mi cuñada y yo; los demás se fueron marchando. Cogí el prendido para mi chico, que descansaba sobre la mesa del comedor, y estuve jugueteando con él: en una mano el ramo, en otra el prendido. Era una orquídea blanca con hojas y un poquito de bouvardia, a juego con mi ramo.
El tío de mi chico, que era el encargado de venir a recogernos, ya estaba fuera esperando, así que salimos a la calle a acompañarle y hacer algo de tiempo mientras ellos iban llegando. Además mi padre, como buen padrino, estaba empeñado en llegar tarde. Podría haber sido una novia puntual, jejeje, y habría sido fiel a mí misma porque en mi vida cotidiana odio la impuntualidad, pero bueno, éste no era un día cualquiera. Podía llegar tarde a propósito y saber que la gente me lo perdonaría.