Soy mujer y a veces, he sentido miedo al volver a casa de noche. Y de día.
De noche porque como todas, o casi, he caminado mirando atrás, cruzando de acera, fingiendo conversaciones con el móvil y con las llaves en la mano.
Me he asustado ante cualquier ruido, ante cualquier chico que se cruzara en mi camino o que viniera detrás, aunque luego descubriera que era el vecino del tercero.
De noche porque todas hemos tenido miedo al volver a casa, sobre todo si tus amigas viven en la otra punta de la ciudad y nadie va en tu dirección.
Y he sentido miedo de día porque hace años hubo un cabronazo que se dedicó a seguirme por el barrio. Caminando y en coche. Un tipo de la edad de mis padres, caminando detrás de mi yo de 16 años y diciéndome comentarios que ójala nunca hubiera escuchado. Un tipo que si iba en coche y me veía por la acera, bajaba la velocidad y se ponía a mi altura para volver a soltar sus putos comentarios.
Por suerte, a mi yo de 16 años le pudo más el miedo que la vergüenza y un día se lo conté a mi madre. Y desde aquel día, comencé a ir acompañada por alguien de mi familia hasta a mis clases particulares de matemáticas de las tres y media de la tarde. Día tras día durante una temporada grande no salía sola del portal y el tipo comenzó a desaparecer, porque ya se sabe, los “valientes” no son tan valientes cuando la de 16 años ya no va sola.
Y hace poco me lo volví a cruzar, y esbozó una media sonrisa a la que le espeté un “gilipollas” bien alto para que lo oyera la gente, y esta vez, no era yo la que agachaba la cabeza y aceleraba el paso, sino él.
De noche, como os contaba, he sentido ese miedo normalizado (¿en qué momento hemos llegado a esta situación?) que nos viene impuesto por la sociedad. Ese miedo que nos ha hecho imposible disfrutar de un paseo bajo las estrellas una noche de verano porque lo único que querías era cerrar la puerta del portal a tus espaldas cuanto antes.
Fue ese miedo impuesto y normalizado el que me llevó a volver a casa en taxi la mayoría de las noches que salía a tomarme unas copas con mis amigas.
Siempre me guardaba mis 10 euros para poder volver, y si los gastaba, siempre le decía al taxista que le dejaba el DNI y subía a casa a por el dinero. Y subía, y despertaba a mis padres, si es que no estaban despiertos, para pedirles el dinero. Y no había bronca, porque sí, me había gastado hasta el último céntimo que tenía en mi cartera pero había vuelto en taxi y no caminando sola. Luego llegaron los autobuses nocturnos en alguna ocasión, pero había que caminar de la parada a casa excepto cuando el conductor más majérrimo que he conocido en toda mi vida sabía donde vivíamos los cuatro que íbamos a la última parada del recorrido y antes de tomarse su café y del siguiente viaje, nos dejaba lo más cerca posible de nuestros portales.
Y así, debido al miedo de la noche, conocí a aquellos hombres buenos que sabían de ese miedo, lo entendían e intentaban eliminarlo. Gracias.
Gracias a esos taxistas que una vez acabada la carrera, me preguntaban cuál era mi ventana y me decían que estarían allí parados hasta que encendiera la luz. Y lo hacían.
Gracias a esos serenos que me acompañaban a las paradas de taxi para que no fuera sola.
Gracias a ese conductor de autobús que a veces abría las puertas en los semáforos porque vivíamos enfrente. Y no arrancaba hasta que nos veía entrar en el portal. A veces, saltarse la norma, es ser mejor profesional.
Gracias y ojalá no os las hubiera tenido que dar porque eso significaría que no existiría el miedo, que volver a casa sola de noche no sería ser valiente.
Y hoy es sábado, y ojalá no lo tuvierais que seguir haciendo pero estoy segura, que esta noche, en muchos puntos de este país, habrá muchos padres y madres que saldrán de la cama para ir a recoger a sus hijas y muchos taxistas esperando a que se enciendan las luces de las ventanas….
Hoy es sábado.